martes, 31 de marzo de 2015
sábado, 21 de marzo de 2015
LA SANGRE
¿Qué es la sangre?
Es un fluido opaco y viscoso con un sabor metálico y salado, es un tejido que esta constituido por un conjunto de células, se presenta en el organismo de los seres vivos y corre por un sistema de venas y arterias. Su temperatura ronda los 38ºC, regula el pH, transporta oxigeno a cada órgano del cuerpo.Transporta desechos y absorbe solo lo que el cuerpo necesita, regula la temperatura y neutraliza el ácido.
- En un adulto sano y promedio se encuentran entre 4.5 y 7 litros de sangre.
- Puede haber hasta 35 billones de glóbulos rojos en un adulto sano.
¿Cómo esta compuesta?
Esta compuesta por 55% de Plasma (parte líquida) y 45% de Glóbulos rojos, glóbulos blancos y plaquetas.El plasma es un líquido claro casi transparente, se compone de agua, grasa, glucosa, urea, proteínas y entre otros componentes.
Los glóbulos rojos, hematíes o eritrocitos se encargan principalmente de la oxigenación de células y tejidos, así como el transporte de hormonas, minerales y vitaminas.
Los glóbulos blancos también llamados leucocitos son las células defensivas que forman parte del sistema inmunológico, así mismo se dividen en:
Neutrofilos Monocitos
Granulocitos Basfilos Agranulocitos
Eosinofilos Linfocitos
Las plaquetas se encargan y participan en la formación de coágulos.
¿Dónde se origina?
El origen de la sangre es en la médula ósea (cuerpo esponjoso del hueso) de los huesos largos por un proceso llamado hematopoyesis, que es la formación, desarrollo y maduración de eritrocitos, leucocitos y trombocitos a partir de un célula madre.
Los componentes necesarios para la formación de la sangre son: Vitamina B-12, ácido fólico y hierro (Fe).
Valores normales.
Los valores normales de hemoglobina son:
Hombres de 14 a18 grs x ml.
Mujeres de 12 a 16 grs x ml.
martes, 17 de marzo de 2015
Cuento del mes... marzo.
El viejo cocinero, Konstantin Paustovski.
Un atardecer de invierno de 1786, en una pequeña casa de madera a las afueras de Viena, moría un viejo ciego, el antiguo cocinero de la condesa de Thun. En realidad, aquello no era ni siquiera una casa, sino una destartalada garita en el fondo de un jardín, cubierto de ramas podridas, derribadas por el viento. Cada vez que pasaba alguien, las ramas crujían, y el perro guardián empezaba a gruñir suavemente. También él se estaba muriendo, como su amo, de puro viejo, y ya no podía hacer nada más que gruñir.
Unos años atrás, el calor de los hornos había dejado ciego al cocinero. Desde entonces, el gerente de la condesa lo había instalado en la garita y le entregaba de vez en cuando algunos florines.
Vivía con él su hija María, una joven de dieciocho años aproximadamente. Todo el mobiliario de la casucha lo constituían una cama, unos taburetes cojitrancos, una tosca mesa, una vajilla de loza agrietada, y, finalmente, un clavicordio, el único tesoro de María.
El clavicordio era tan viejo, que el eco de sus cuerdas se esparcía con suavidad, como contestando a todos los ruidos que surgían a su alrededor. El cocinero lo llamaba en broma ''el guardián de la casa'', porque nadie podía entrar sin que lo recibiera con su tembloroso y decrépito rumor.
Cuando María hubo lavado al moribundo y le hubo puesto una limpia y fría camisa, el anciano dijo:
—Nunca me han gustado los sacerdotes, ni las monjas. No puedo llamar a un confesor. Pero antes de morir, necesito dejar en paz mi conciencia.
—¿Qué hay que hacer, entonces? —preguntó, asustada María.
—Sal a la calle y pide al primero que veas que entre en nuestra casa a confesar a un moribundo. Nadie se negará.
—Nuestra calle es tan desierta...— susurró María; se hecho un pañuelo por encima y salió.
Atravesó corriendo el jardín, abrió con dificultad la oxidada portezuela, y se paró. La calle estaba vacía. El viento arrastraba las hojas, y del cielo oscuro caían frías gotas de lluvia.
La joven esperó, escuchando en el silencio durante un largo rato. Por fin, le pareció oir que alguien se acercaba tarareando. María se adelanto unos pasos a su encuentro y chocaron los dos. Dio un grito. El transeúnte preguntó:
—¿Quién hay aquí?
María lo agarro por el brazo y con temblorosa voz le comunicó el deseo de su padre.
—Bueno. No soy un sacerdote, pero no me importa. Vamos.
Entraron en la casa. A la luz de la vela María vio a un hombre delgado y pequeño. El desconocido echó sobre el taburete su mojada capa. Iba vestido con elegancia y sencillez. La llama de la vela se reflejaba en su chaleco, en los botones de nácar y en la gorguera de puntillas.
Era aún muy joven. Sacudió lv cabeza como un niño, se arreglo la empolvada peluca, acercó un taburete a la cama con gesto rápido, se sentó, e inclinándose hacia el moribundo, le miró fijamente, con espresión alegre.
—¡Hable!—dijo—. Quizá con el poder que me otorga, no Dios, pero sí el arte al que sirvo, le aliviaré a usted sus últimos minutos y le quitaré un peso del alma.
—Antes de quedarme ciego, trabajé toda mi vida—murmuró el viejo, y atrajo hacia sí al desconocido, cogiéndolo de lv mano—. Y quien trabaja no tiene tiempo de pecar. Cuando mi esposa, que se llamaba Marta, enfermó de tuberculosis, y el médico le recetó medicinas caras y mandó alimentarle con crema de leche y con higos, y darle de beber vino tinto caliente, robé un plato pequeño de oro de la vajilla de la condesa, lo rompí, y lo vendí a trozos. Ahora me duele ocultárselo a mi hija; yo que le he enseñado a no tocar ni una miga de pan de una mesa ajena...
—¿Alguno de los criados de la condesa pagó las consecuencias en su lugar?—preguntó el desconocido.
—Nadie, señor, se lo juro—contestó el anciano, y rompió a llorar—. A lo mejor no habría robado, si hubiera sabido que todo aquel oro no le iba a servir para nada a mi Marta.
—¿Cómo se llama usted?
—Joann Mayer, señor.
—Pues bien, Joann Mayer—y el hombre posó su mano sobre los ojos invidentes del viejo—, usted es inocente. Lo que hizo no es ningún pecado, ni es ningún robo. Al contrario, puede serle considerado como un triunfo del amor.
—¡Amén!
—¡Amén! Y, ahora, dígame cual es su última voluntad.
—Quiero que alguien se preocupe de María.
—Yo lo haré. ¿Y qué más?
El moribundo sonrió, y dijo con su voz más potente:
—Me gustaría ver una vez más a Marta, tal como la encontré en mi juventud. Ver el sol, y este viejo jardín cuando se llena de flores en primavera. Pero eso es imposible, señor. No se enfade conmigo por estas palabras tontas. Seguramente la enfermedad me ha perturbado por completo.
—Esta bien —dijo el desconocido, y se levanto—. Está bien —repitió; y se acercó al clavicordio y se sentó ante el — ¡Está bien! —dijo en voz alta por tercera vez, y de pronto, un rápido sonido se esparció por la habitación como si hubieran arrojado al suelo cientos de bolitas cristalinas.
—Escuche —dijo—. Escuche y mire.
Se puso a tocar. María recordaba después el rostro del desconocido, cuando la primera tecla sonó bajo sus dedos. Una extraña palidez cubría su frente, y en sus ojos, repentinamente oscuros, oscilaba la llama de la vela.
El clavicordio a pleno pulmón por primera vez en muchos años. La garita, y el jardín todo, se impregnaron de sus sonidos. El can salió de su perrera, se sentó con la cabeza ladeada, y, aguzando el oído, meneaba suavemente la cola. Empezó a caer una nieve húmeda, pero el perro se limitó a sacudir las orejas.
—¡Veo señor! —dijo el anciano, y se incorporó en la cama—. Veo el día en que me encontré con Marta y ella se turbó y rompió la jarra de leche. Fue en invierno, en la montaña. El cielo estaba transparente, como cristal azul, y Marta reía. Reía —repitió, escuchando el murmullo de las cuerdas .
El desconocido tocaba, mirando hacia las negra ventana.
—Y ahora —preguntó—, ¿ve algo?
El viejo callaba, prestando atención.
—¿Es posible que no vea —dijo de prisa el desconocido, sin dejar de tocar— que la noche negra se ha vuelto azul, y después azul celeste, y que ya se derrama de alguna parte de lo alto una cálida llama, y en las viejas ramas de vuestros árboles se abren blancas flores? Yo creo que son flores de manzano, aunque desde la habitación parecen tulipanes. Usted lo está viendo: el primer rayo de luz ha caído sobre la cerca de piedra, la ha calentado, y de ella se eleva un poco de vapor. Seguramente, es el musgo que se está secando, empapado de nieve derretida. Y el cielo se hace cada vez más alto, cada vez más azul, cada vez más espléndido, y las bandadas de aves vuelan hacia el norte sobre nuestra vieja Viena.
—¡Sí! ¡Lo veo! —gritó el anciano.
El pedal chirrió con suavidad, y el clavicordio se puso a cantar solemnemente, como si no fuera él, sino centenares de voces jubilosas.
—No, señor —dijo María—, estas flores no parecen tulipanes. Son los manzanos, que han florecido en una sola noche.
—Sí —respondió el desconocido —, son los manzanos, pero tienen unos pétalos muy grandes.
—Abre la ventana, María.
La hija la abrió. El aire helado irrumpió en la habitación. El desconocido tocaba ahora muy quedo y despacio.
El anciano cayó sobre las almohadas. Respiraba con avidez, y movía las manos como si buscara algo por la manta. María se precipito hacia él. El hombre dejó de tocar. Permanecía sentado junto al clavicordio, como hechizado por su propia música.
María dio un grito. El desconocido se levantó y se acercó a la cama. El anciano pronunció, casi asfixiándose:
—Lo he visto todo tan claro como hace muchos años. Pero no quisiera morir sin saber... el nombre... ¡Su nombre!
—Me llamo Wolfgang Amadeus Mozart — contestó el desconocido.
María retrocedió, e hizo una reverencia ante el gran músico, casi hasta tocar el suelo con la rodilla.
Cuando se incorporó, el viejo ya había muerto. La aurora clareaba tras las ventanas, y su luz bañaba el jardín, cubierto por flores de húmeda nieve
Traducción de Elena Vidal.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)