I. EL MUNDO ANTIGUO
Me acuerdo, no me acuerdo: ¿qué año era aquél?; Ya había
supermercados pero no televisión, radio tan sólo: Las aventuras de Carlos
Lacroix, Tarzán, El Llanero Solitario, La Legión de los Madrugadores, Los Niños
Catedráticos, Leyendas de las calles de México, Panseco, El Doctor I.Q., La
Doctora Corazón desde su Clínica de Almas. Paco Malgesto narraba las corridas
de toros, Carlos Albert era el cronista de futbol, el Mago Septién trasmitía el
beisbol. Circulaban los primeros coches producidos después de la guerra:
Packard, Cadillac, Buick, Chrysler, Mercury, Hudson, Pontiac, Dodge, Plymouth,
De Soto. Íbamos a ver películas de Errol Flynn y Tyrone Power, a matinés con
una de episodios completa: La invasión de Mongo era mi predilecta. Estaban de moda
Sin ti, La rondalla, La burrita, La múcura, Amorcito Corazón. Volvía a sonar en
todas partes un antiguo bolero puertorriqueño: Por alto esté el cielo en el
mundo, por hondo que sea el mar profundo, no habrá una barrera en el mundo que
mi amor profundo no rompa por ti.
Fue el año de la
poliomielitis: escuelas llenas de niños con aparatos ortopédicos; de la fiebre
aftosa: en todo el país fusilaban por decenas de miles reses enfermas; de las
inundaciones: el centro de la ciudad se convertía otra vez en laguna, la gente
iba por las calles en lancha. Dicen que con la próxima tormenta estallará el
Canal del Desagüe y anegará la capital. Qué importa, contestaba mi hermano, si
bajo el régimen de Miguel Alemán ya vivimos hundidos en la mierda.
La cara del Señor presidente en dondequiera: dibujos
inmensos, retratos idealizados, fotos ubicuas, alegorías del progreso con
Miguel Alemán como Dios Padre, caricaturas laudatorias, monumentos. Adulación
pública, insaciable maledicencia privada. Escribíamos mil veces en el cuaderno
de castigos: Debo ser obediente, debo ser obediente, debo ser obediente con mis
padres y con mis maestros. Nos enseñaban historia patria, lengua nacional,
geografía del DF: los ríos (aún quedaban ríos), las montañas (se veían las
montañas). Era el mundo antiguo. Los mayores se quejaban de la inflación, los
cambios, el tránsito, la inmoralidad, el ruido, la delincuencia, el exceso de
gente, la mendicidad, los extranjeros, la corrupción, el enriquecimiento sin
límite de unos cuantos y la miseria de casi todos.
Decían los periódicos: El mundo atraviesa por un momento
angustioso. El espectro de la guerra final se proyecta en el horizonte. El
símbolo sombrío de nuestro tiempo es el hongo atómico. Sin embargo había
esperanza. Nuestros libros de texto afirmaban: Visto en el mapa México tiene
forma de cornucopia o cuerno de la abundancia. Para el impensable año dos mil
se auguraba -sin especificar cómo íbamos a lograrlo- un porvenir de plenitud y
bienestar universales. Ciudades limpias, sin injusticia, sin pobres, sin
violencia, sin congestiones, sin basura. Para cada familia una casa
ultramoderna y aerodinámica (palabras de la época). A nadie le faltaría nada.
Las máquinas harían todo el trabajo. Calles repletas de árboles y fuentes,
cruzadas por vehículos sin humo ni estruendo ni posibilidad de colisiones. El
paraíso en la tierra. La utopía al fin conquistada.
Mientras tanto nos modernizábamos, incorporábamos a nuestra
habla términos que primero habían sonado como pochismos en las películas de Tin
Tan y luego insensiblemente se mexicanizaban: tenquíu, oquéi, uasamara, sherap,
sorry, uan móment pliis. Empezábamos a comer hamburguesas, pays, donas,
jotdogs, malteadas, áiscrim, margarina, mantequilla de cacahuate. La coca cola
sepultaba las aguas frescas de jamaica, chía, limón. Los pobres seguían tomando
tepache. Nuestros padres se habituaban al jaibol que en principio les supo a
medicina. En mi casa está prohibido el tequila, le escuché decir a mi tío
Julián. Yo nada más sirvo whisky a mis invitados: hay que blanquear el gusto de
los mexicanos.